"La libertad se aprende ejerciéndola", Clara Campoamor.
El otro día leía esta maravillosa frase en un muro virtual sin darme mucha cuenta del tesoro que ofrecía. Afortunadamente, se me debió quedar pegada en algún pliegue del cerebro, y la recordé mientras asistía a una conferencia en la que volvió a aparecer la libertad. Las palabras aparecen siempre tan oportunamente.
"La libertad se aprende ejerciéndola"… Pensé que también se podría ver de otro modo: nacemos libres, y a medida que vamos ejerciendo la libertad vamos aprendiendo a dejar de ser libres.
El proceso sería más o menos así: nazco libre, aprendo progresivamente a no serlo metiéndome en cárceles de palabras (tú no puedes, tú no vales, tú no tienes poder, tú no decides, eso no está bien, tienes la culpa, si dices eso no te querrán, lo que diga la mayoría, las niñas buenas no se enfadan, los niños valientes no lloran…) y por último, tras una costosa toma de conciencia y desaprendizaje de lo aprendido, que puede llevar años (a veces de terapia) reinicio tímidamente el ejercicio de la libertad, diluyendo poco a poco (o a veces haciendo saltar por los aires) los barrotes de lenguaje que he ido interiorizando.
Lo que nos da o quita libertad no está ahí afuera: lo que nos da o quita libertad está tan dentro de nosotros que a veces ni siquiera somos capaces de verlo, de tan pegado que lo tenemos. Y lo mismo ocurre con el poder.
El poder se aprende ejerciéndolo.
Ese supuesto poder abstracto de afuera que me quita libertad en realidad es una cárcel de palabras construida sobre el miedo. Y si miro un poco más acá, aquí mismo, a mí mismo, puedo darme cuenta de que en cada acto cotidiano yo estoy ejerciendo poder sobre mí, sobre otros, sobre el mundo.
Lo que digo es muy poderoso. Lo que me digo, lo que te digo. Cada acto lingüístico es un ejercicio de poder, y desde mis palabras puedo ejercerlo con conciencia de que lo que digo repercute en el otro y construye realidad (no solo describe, sino que sobre todo inscribe, crea, genera realidad).
Soy dueña de mis palabras y de mis silencios, soy libre de comprometerme y de cumplir mis promesas, soy dueña de los juicios que emito sobre los otros y sobre mí misma, y de asumir las consecuencias de cada una de mis opiniones. Soy autora de mis frases y con cada una genero un espacio que me vincula con la “realidad” de un modo distinto en función de las palabras que escoja.
No es lo mismo si digo “todo está fatal y no hay salida” que si digo “¿qué puedo hacer yo hoy para aportar un poco de sentido a esto?”. No es lo mismo. No haré lo mismo, ni sentiré lo mismo, ni haré sentir lo mismo a los que están a mi lado. Creo que de esta manera se aprende el poder, ejerciéndolo bien.
En la medida en que somos conscientes de nuestro propio poder, emerge de su mano la libertad.
Está claro que para ejercer el poder hay que estar preparado porque ser responsable de cada palabra requiere asumir con fortaleza lo que ocurra después (no gustar a todo el mundo, cometer errores, perder, no acertar siempre, que alguien se enfade y se aleje…), y también sentir el goce de sabernos dueños de nuestros huesos, llenando el propio esqueleto.
El miedo y la culpa son dos mecanismos potentes para neutralizar el poder de “adentro” y la libertad. Miedo a no ser aceptado, a no ser amado, a no ser perfecto, a no ser fuerte, a no ser suficiente. Si lo pensamos bien, ¿para qué seguir alimentando todo ese miedo? Al fin y al cabo… Ser amado por todos, ser aceptado por todos, ser perfecto, ¿es acaso posible?
¿Merece la pena dejar de ejercer la libertad y el propio poder por miedo a no lograr algo por definición inalcanzable?
La libertad se aprende ejerciéndola, y el poder también.