La estrecha e íntima relación entre lenguaje y emoción

En el entorno profesional, nos pasamos el día comunicándonos: compartimos información, llegamos a acuerdos, nos coordinamos, hacemos peticiones, negociamos, reconocemos, vendemos, damos feedback, etc. Multitud de acciones que nos permiten en mayor o menor medida alcanzar nuestros objetivos a través de lo que decimos y/o de lo que callamos (con el lenguaje corporal, emocional y/o el lenguaje verbal). 

Así, el lenguaje puede ser un aliado o un enemigo para conseguir nuestros objetivos. En muchas organizaciones vemos que el lenguaje denota competición, lucha y necesidad de poder. En sí mismo, esto no es correcto o incorrecto. Ahora bien, si lo que necesitamos para conseguir los objetivos es alinearnos, será difícil que lo consigamos con este lenguaje y, si lo hacemos, tendrá un alto coste. Seguramente, un lenguaje de cooperación sí podría ser el instrumento para establecer vínculos de ganar-ganar.

El  lenguaje que esconde una  emoción

Detrás de nuestro lenguaje está la emoción, emoción que va tiñendo nuestras conversaciones. Tanto influye la emoción en el lenguaje que a veces, incluso, impide que la conversación tenga lugar.

Ser eficaz en nuestras conversaciones pasa por aumentar nuestra conciencia sobre cómo hablamos, y desde qué emoción lo hacemos. En nuestro trabajo con organizaciones, observamos que en muchas situaciones las emociones predominantes tienen que ver con el miedo, la rabia, la ansiedad, la frustración, la resignación…. emociones que, sin duda, están influyendo en las relaciones, la satisfacción, la motivación, la consecución de objetivos, e incluso la salud.

Si siento miedo porque creo que no voy a conseguir los objetivos del área, esa emoción influirá en las conversaciones que mantenga con el equipo, con mis responsables, con clientes, con el entorno, etc.

 

La  emoción que va pidiendo paso

La primera acción importante es dejar espacio a esa emoción, escucharla y aceptarla. Por ejemplo: ¿a qué tengo miedo concretamente?, ¿es a cometer un error, a no hacerlo bien, a no estar a la altura, al impacto que pueda generar en la organización, a que me despidan?

En función de las respuestas, puedo actuar, puedo hacer algo con ello: puedo prepararme mejor, puedo darme permiso a equivocarme, puedo buscar recursos que puse en otra ocasión y ahora también me pueden ser útiles, etc. Resulta curioso que cuando nos paramos a escuchar nuestros miedos, en cuanto les damos un espacio, es como si el coste emocional se redujera. Además, nos permite cuestionar si los miedos tienen sentido, si están fundamentados. Por ejemplo, ¿realmente está en juego mi carrera?, ¿realmente no me puedo permitir equivocarme?

¡Cuántos proyectos o sueños hemos perdido por miedo a perder! Desde aquí, os invito a poner consciencia en la emoción que tiñe vuestras conversaciones. 

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