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La imperiosa necesidad de no producir

"En mi ciudad natal, hay dos hermanos con caracteres contrarios.
Uno es inteligente y elocuente, el otro es bobo y silencioso.
El tonto parece tener todo el tiempo del mundo.
El inteligente siempre está ocupado consumiendo su vida".

Ryokan Taigu

En mi ciudad natal, tengo la suerte de contar entre mis queridos y queridas con algunas personas de esas que te acercas a ellas y te salpican de tal manera su vitalidad, sutil y nada estridente, que sin casi darte cuenta el corazón vuelve a latirte con ganas. Ocurre con ellas, que las encuentro firmemente enraizadas en sus vidas (estén siendo éstas del color que sean). Tienen en común un respeto hondísimo y una gratitud inconfundible por el solo hecho de sentir que están vivos.

Y también en mi ciudad natal me encuentro a diario con amigos, colegas, alumnos, coachees, familiares realmente mustios. Mustios, como sin sangre en las venas. Faltos de ánimo. Cansados con un cansancio que no te quita una buena siesta. Irritables e irritadores. Insatisfechos.

En este último grupo, se encuentran muchas personas muy inteligentes, en general con vidas sin grandes desgracias, con decepciones de una vida ordinaria generalmente cómoda, aunque a veces con entornos profesionales muy erosionantes. Y tienen en común unas agendas repletas, llenísimas de obligaciones profesionales, de citas, reuniones, también de deportes y actividades lúdicas.

Gentes con prisas, porque es materialmente imposible cumplir con ningún horario cuando nos empeñamos en meter en días de 24 horas lo que requiere ser hecho en 48. Incluso, metidos en agenda con calzador, tienen viajes de placer a los que terminan yendo por obligación y sin ninguna gana. Porque ganas es, precisamente, justo lo que no tenemos las personas cuando vivimos en el modo permanentemente ocupado. Con prisas y sin ganas. Sin ganas de casi “ná”, de no saber ni lo que quiero para cenar, ni si mudarme o no a Roma, ni si me hace o no un cine el fin de semana, ni de si te quiero o no te quiero. O como dice una amiga mía, “no sé si cortarme las venas o dejarme el pelo largo”.

No me extraña que este grupo de personas sea tan nutrido.

Yo, en cuanto me despisto, formo parte de este club. No me extraña porque tengo la impresión de formar parte de una sociedad en la que creemos que para vivir seguros y contentos tenemos que ser importantes. Importantes en el sentido no sólo de famoseo, sino de su origen “pondus”, de tener peso, de importarle a alguien, de ser alguien para alguien, de ser significativo para alguien. Y, que para ser importantes, por supuesto, tenemos que tener pasta. Y si la pasta nos parece muy vulgar, por lo menos para ser importantes tenemos que tener muchas carreras o muchos méritos. También es importante tener muchos contactos. Y, sobre todo, es muy importante vivir con una angustia permanente por un nivel de ocupación que nos sobrepase. No somos nadie si no nos ven ni nos vemos así: activos, solucionadores, ejecutivos, proactivos, creativos, resolutivos, emprendedores, ganadores o, al menos, no perdedores.

Así, vamos engrosando la masa de hacedores, de productores a destajo, sin parar ni un segundo. Por miedo, miedo a no cumplir con “nuestra obligación”, a que nos juzguen como vagos o incompetentes, o no rentables, o poco interesantes, o poco importantes. En definitiva, como poco o nada valiosos. Y más grave resulta, no solo temer que nos juzguen así, sino que nosotros mismos somos los primeros en considerar que si no estamos viviendo con un ritmo desenfrenado es que no valemos nada, que no somos nada, que no somos nadie. Por miedo a perder, a perder el trabajo, a perder el respeto, a perder prestigio, a perder comodidades, oportunidades o privilegios. Yo viví un tiempo así, ocupada y preocupada, con miedo a perder. Y, fue precisamente tratando de evitar perder, que perdí mucho, muchísimo… perdí el norte, que se dice.

Cuando vivimos de este modo, de repente, por alguna incomprensible razón, un fin de semana disponemos de tres horas libres y no programadas, y se convierten en una desgracia. Porque no sabemos qué hacer con ese tiempo libre y porque, por encima de todo, nos da pánico “perder el tiempo”. Perder el tiempo está muy, pero que muy, mal visto. No nos gusta la gente que pierde el tiempo, como tampoco nos gusta la gente que no es útil. Ni la gente ni las actividades que son inútiles, aquellas que no producen algún resultado claramente medible. Nos sobran los viejos, los enfermos y los parados son una lacra, la música, la filosofía, el arte, las humanidades son florituras absolutamente innecesarias, no provechosas, pérdidas de tiempo, inútiles.

Con este desprecio por lo inútil, por lo improductivo, hasta el ocio lo hemos convertido en negocio. Otium, designaba el tiempo que se dedicaba al reposo o a realizar tareas de las que no se esperaba recompensa alguna. Aquello que se hace por puro placer, el negocio, nec otium, "no ocio" o "sin ocio", la ocupación, el hacer que se encamina a obtener algún resultado, una recompensa. Me gusta, por eso, el Coronel Aureliano Buendía, que se reía del negocio. Este personaje de Cien años de soledad se dedicaba a elaborar pececitos de oro de orfebrería que intercambiaba por monedas, que, a su vez, fundía para hacer nuevos pececitos.

Como vivimos en esa vorágine, nos perdemos de vista.

Dejamos de atender nuestras necesidades, nos desconectamos de nuestro mundo afectivo y, cuando hacemos eso, dejamos de saber qué es lo que queremos para nosotros. Entonces, inevitablemente, desaparece nuestro impulso vital, nuestra pasión por vivir.

Necesitamos espacios para recuperarnos de la fatiga física y emocional, para reparar al organismo de los daños provocados por el aumento de cortisol, la hormona del estrés. Necesitamos realizar actividades placenteras que provoquen la liberación de endorfinas y estimulen la presencia de dopamina y serotonina en el cerebro. Sin embargo, no nos tomamos estos tiempos, estos espacios.

Estamos saturados por estímulos que nos invaden desde fuera, entran por nuestros sentidos, tiñen nuestra afectividad, se repliegan en el inconsciente y nos confunden, como en una nube de humo que nos impide ver. Sin embargo, no paramos porque no queremos parar.

No queremos espacios no productivos, espacios de no acción, espacios de vacío. Tal vez, los sentimos como espacios inseguros, porque en ellos no controlo ni sé de antemano lo que va a suceder; no sé lo que voy a pensar, ni lo que voy a sentir, ni a dónde iré a parar, si en lugar de tanto hacer me detengo simplemente a estar, a ser. Y, por ello, preferimos vivir ocupados, dispersos, nublados.

Como miembros de la especie humana compartimos la necesidad urgente e ineludible de parar, de no producir. 

Sospecho que sólo quien se dedica a diario, a diario, una pausa real, un tiempo al margen del reloj, para serenarse, para pensar, para sentir y sentirse vivo, solo quien invierte en forjar una sólida relación consigo mismo puede experimentarse y experimentar la vida con intensidad, con ganas, con sentido.

Hagámonos con multitud de los mal llamados tiempos muertos, que resultan ser los tiempos más vivos. Esos tiempos muertos, que precisamente por inútiles, son los más intrínsecamente humanos (lo inútil es valioso por sí mismo, porque no tiene una finalidad ulterior, como la propia vida). Solo así podremos recordar que somos valiosos por nosotros mismos. Disfrutemos de tiempos muertos donde recobrar nuestra dignidad.  

"El ser humano conserva su dignidad
cuando se detiene el tiempo que necesita
para encontrar sostén en su interior.”

Anselm Grün

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